En el fondo de mi
armario guardo, entre bufandas y chaquetas que apenas utilizo, el cuadro que un
día tú me regalaste. Un día porque sí. Sin un aniversario o un cumpleaños de
por medio. No era ningún día especial. Nada. Era un día.
Me miraste con tus
ojos de color te-comería-aquí-mismo y sacaste una carpeta de cuero negro de
debajo del sofá. Apenas parpadeaste y la posaste suavemente entre mis manos.
Yo no supe qué
decir. Era como desnudarte con la ropa puesta. Como asomarme a tu interior
siendo invitada. Era como ver por el catalejo de tu garganta, como si una luz
de pronto iluminase todo lo que sabía de ti.
Miré aquellos
dibujos uno por uno, deteniéndome en cada detalle, como si su existencia
dependiera de que yo les dedicase unos momentos. Y mientras, tú, tan cerca,
clavando tu mirada en mí mientras yo escuchaba tu respiración en mi cabeza.
Me sorprendió que
me dijeses que me quedase con mi favorito. A decir verdad, siempre me
sorprendía que me hicieses parte de ti. Llegué al final, acariciando los bordes
del oscuro cuero y decidí apoderarme de la imagen de una casa en el campo, con
un cielo nublado y un campo cubierto de flores rojas.
Lo elegí porque no
quería olvidar la tranquilidad que me transmitía. Una calma, allí, acariciada
por tu aliento, que quise que durase para siempre.
Me lo diste,
cerrando la carpeta y volviendo a mirarme a los ojos, y yo sólo pude pagarte
con un beso.
Y así es que ese
cuadro sigue en el fondo de mi armario, porque me hizo feliz donde ahora no hay
más que amargura. Porque aunque ahora odio mirarlo, tampoco soporto que no
exista.
Está ahí para que,
cuando cambio la ropa de otoño por la de invierno, y la de invierno por la de
verano, me recuerde el número de estaciones que llevamos separados.
Está ahí para
alimentar mis ganas de llorar. Sigue ahí porque olvidé lo que es la calma y tú
dejaste de llevarme al cine.
Sigue ahí para
recordarme el paisaje que a la vez dejaste impreso en mi interior. Con flores
muertas y nubes negras.